miércoles, 21 de agosto de 2013

GUIA ELECTIVO REALIDAD NACIONAL N 4 UNIDAD: JÓVENES Y CULTURA JUVENIL TEMA : CULTURA, TRADICIÓN E IDENTIDAD EN LA JUVENTUD

MATERIALES Y APUNTES
Textos de análisis sobre  cultura juvenil y medios
-CULTURA, TRADICIÓN E IDENTIDAD: UNA MIRADA SEMÁNTICA
- La comprensión cultural

1. CULTURA, TRADICIÓN E IDENTIDAD: UNA MIRADA SEMÁNTICA
    El ojo que ves no es ojo porque tú le veas, es ojo porque te ve.(Antonio Machado)
En toda revisión histórica, existe la tentación de recurrir a las determinantes causales para explicar  las manifestaciones sociales de una época.
 Buscar los factores ideológicos, económicos, políticos, sociales y psicológicos, con el fin de  sumar todas las fuerzas que intervienen en dichas transformaciones, parece ser la tarea inevitable. Sin embargo, cuando tratamos de comprender esos espacios históricos, integrados en el horizonte  de la producción simbólica, enfrentamos con exasperación una suma que no alcanza para comprender el fenómeno cultural.
 La exploración semántica no obedece a una operación de tal naturaleza. Y ocurre así, porque  para la  cultura, en sus diversas manifestaciones, todos los factores confluyen en el cauce único del  sentido. Nada de lo que allí ocurre puede ser entendido de manera aislada; ninguna producción  simbólica tiene un carácter aleatorio, accidental o accesorio, porque en la cultura todo modifica el  ser del hombre. No hay un “más y un menos”, pues la cultura no admite ni grados ni comparaciones.
Para entender la cultura occidental de la posguerra, disponemos de un vasto acervo -archivos  bien detallados-, que nos permitirían distinguir acuciosamente todos los factores que intervienen en  su conformación.
Ante tanta información disponible, surge con más fuerza aquella tentación de separar las  partes para explicar el todo, aún después de casi un siglo de haber incorporado la dimensión histórico-hermenéutica al análisis social.
Pero para bien o para mal, no es la cantidad de palabras las que hacen de un texto una  narración, sino sus vínculos de sentido. Del mismo modo y en la debida proporción, no es la  cantidad de información la que nos permite comprender los fenómenos culturales, sino la capacidad  de acceder a su dimensión significativa, “confluencia de horizontes”, diría Gadamer. (1)
Incluso, la descomunal información de que disponemos actualmente puede provocarnos el  efecto contrario: los árboles pueden impedirnos ver el bosque.
Las producciones culturales tienen un carácter  especular, en ellas buscamos la imagen reflejada de nuestra identidad. En este fenómeno expresivo, el hombre pone en juego su ser y su  hacer.(2)
 Por eso, la contemplación de lo producido trae consigo el goce que implica el reconocimiento de lo que somos; descubrir que estamos ahí, que estamos presentes.
Identidad y producciones culturales requieren de una comprensión unitaria, pero a la vez  analógica. Esto quiere decir que la identidad no es una estructura previa y determinada, sino que se  muestra plásticamente en la propia producción significativa de la existencia humana.
La cultura y la identidad no pueden ser aprehendidas en el aislamiento estático de  un  laboratorio o de una categoría, requieren siempre, para mostrarse, del flujo dinámico. Si es reducida  al contorno de un archivo, la cultura sólo puede ser vista como cadáver discursivo.

2. La comprensión cultural
La teoría de la cultura no sólo encuentra dificultades para desligarse de generalizaciones o de  herencias universalistas-formales, sino que la propia estructuración de la teoría tiende a identificarse  con una suma de tratamientos multidisciplinarios.(3)   Tanto Tylor (4)   desde la antropología, como Cassirer 5   desde la filosofía, han destacado la necesidad de un estudio propio sobre los fenómenos  culturales, si queremos alcanzar su cabal comprensión.
La cultura requiere de un tratamiento que provenga de ella misma. La comprensión cultural  ha de darse  desde dos coordenadas: una vertical, vivencial, comprensiva y fenomenológica, que  demanda la inmersión en el propio escenario de vida, sus significaciones y condiciones visuales  propias y que son la base de toda precomprensión cultural (la aprehensión inherente de lo que somos); y otra horizontal, que surge de la mediación de una reflexión antropológica, que entiende la identidad a partir de la diferencia y que tiende a moverse en las fronteras de lo “otro” para fundirse  en las aguas de una experiencia humana dialogante, abierta y extensiva. Así pues, la cultura requiere  siempre de la identidad y de la diferencia: no puedo saber de mí, si no tengo consciencia de lo otro,  pero no puedo saber del mundo si no lo hago desde lo que soy.
La pregunta por la cultura es una pregunta primeramente simbólica y significativa, y sólo  secundariamente veritativa. La cuestión de la verdad como demostración apodíctica y universal es  un evento tardío en el propio horizonte de la cultura, es por eso que ella misma es refractaria a la contrastación (ya sea de grado o de forma), pues la sola condición de su existencia es ya la  afirmación de su verdad.
Así las cosas, la cultura como un todo dinámico, sin centro ni periferia, se desplaza en los  márgenes de una continua transformación y cuyo nacimiento no puede darse en los cajones  definicionales de la verdad contrastada. La cultura es una experiencia siempre verdadera ipso facto,  pero la obsesión por la verdad puede con frecuencia excluir la vida culta.
En consecuencia, el análisis cultural no puede partir de categorías universales, es menester de  un proceso de autor reconocimiento, a partir de la propia dimensión simbólica y significativa. De  otro modo, el análisis categorial se hace impotente frente la comprensión semántica de la cultura,  convirtiéndose en una mera calificación discursiva, identificada únicamente con una designación  ideológica.
Ahora bien, si el análisis cultural exige un punto de partida vivencial, el reconocimiento de  las producciones culturales no depende de un modelo ejemplar previo. Son las producciones las que  permiten que nos reconozcamos en ellas.
 Sólo por una herencia positivista -particularmente en la concepción oficial de la cultura-, se  ha considerado necesario dar a ésta un punto de llegada, de “desarrollo”. Por tal pretensión se  concluye que no son las producciones culturales las que marcan la ruta de nuestro devenir cultural,  sino una designación previa -y por ello arbitraria-, la que determina qué es una producción cultural  y qué sólo manifestación vital (popular o folklórica).
Pero si somos consistentes, si las producciones culturales se mueven en las fronteras de la  indeterminación y la libertad, son sólo las producciones culturales mismas y sus consecuentes  desplazamientos culturales los que pueden darnos la pauta para reconocernos en ellas o no.
El término “cultura”, siendo un término análogo (sin olvidar que lo análogo es fundamentalmente equívoco), tiene connotaciones que le vinculan con remanentes de tradición que  entrampan su definición en un aparente círculo vicioso. La sola referencia, trae consigo una carga  connotativa, una herencia que no se resuelve con la sustancialización de la amalgama o del mestizaje. Cuando lo enunciamos, lo hacemos irremediablemente desde la tradición y la identidad.
Así como sólo desde nuestro hablar podemos reflexionar sobre el lenguaje, del mismo modo, únicamente desde la tradición que nos inscribe podemos preguntar por la cultura.
Por eso, la tradición es escritura. (6) Y ocurre así, como el relato  inscrito, sin tener más  determinación que el trazo del devenir humano. Se inscribe en el espacio y en el tiempo, sin tener  otra dimensión que la del sentido, desafiando nuestras estériles categorías del cambio y la permanencia. Más allá, está nuestra obsesión por querer capturar el momento, porque la inscripción  no es la  gramática perpetuada. Siempre hay algo que trasciende y que escapa a la determinación, a  la transparencia unívoca de la verdad.
En el trazo semántico de la existencia humana, las palabras fluyen, los signos se acomodan en  una vinculación inherente de sentido, y allí, en su horizonte, se avizora la contradicción: lo idéntico  y lo otro, lo escrito y lo indescifrado, lo uno y lo múltiple, lo que permanece y lo que cambia, lo  vigente y lo caduco, lo luminoso y lo oculto.
La tradición es lo originario. Siempre nos remonta a los orígenes. Su transitar desborda todo  cauce y configuración determinada. No somos nosotros los que la escribimos, sino ella la que asigna nuestro modo de ser en el devenir de su  narración. Por eso, la tradición tiene la inercia de la  narrativa y la vida, la literalidad de la poesía.
La tradición no es atavismo ni cadena causal que determina nuestra identidad. Antes bien,  tradición e identidad se abren paso en el escenario de lo no dicho, en aquellas  playas con las que Foucault metaforiza la experiencia humana y que muestran cómo siendo la playa, no es ya ni el mismo mar ni las mismas arenas. (7) En la identidad confluyen todos los elementos constitutivos de lo que somos: psíquicos, sociales, gnoseológicos, éticos, políticos, estéticos y valoracionales. García Canclini lo expresa de  una bella manera: La identidad es una construcción que se relata. (8)