Textos
de análisis sobre cultura juvenil y medios
-CULTURA, TRADICIÓN E
IDENTIDAD: UNA MIRADA SEMÁNTICA
- La comprensión cultural
1. CULTURA, TRADICIÓN E IDENTIDAD: UNA MIRADA SEMÁNTICA
- La comprensión cultural
1. CULTURA, TRADICIÓN E IDENTIDAD: UNA MIRADA SEMÁNTICA
El ojo que ves
no es ojo porque tú le veas, es ojo porque te ve.(Antonio Machado)
En toda revisión histórica,
existe la tentación de recurrir a las determinantes causales para explicar
las manifestaciones sociales de una época.
Buscar los factores ideológicos,
económicos, políticos, sociales y psicológicos, con el fin de sumar todas
las fuerzas que intervienen en dichas transformaciones, parece ser la tarea
inevitable. Sin embargo, cuando tratamos de comprender esos espacios
históricos, integrados en el horizonte de la producción simbólica,
enfrentamos con exasperación una suma que no alcanza para comprender el
fenómeno cultural.
La exploración
semántica no obedece a una operación de tal naturaleza. Y ocurre así, porque
para la cultura, en sus diversas manifestaciones, todos los
factores confluyen en el cauce único del sentido. Nada de lo que allí
ocurre puede ser entendido de manera aislada; ninguna producción
simbólica tiene un carácter aleatorio, accidental o accesorio, porque en
la cultura todo modifica el ser del hombre. No hay un “más y un menos”,
pues la cultura no admite ni grados ni comparaciones.
Para entender la cultura
occidental de la posguerra, disponemos de un vasto acervo -archivos bien
detallados-, que nos permitirían distinguir acuciosamente todos los factores
que intervienen en su conformación.
Ante tanta información
disponible, surge con más fuerza aquella tentación de separar las partes
para explicar el todo, aún después de casi un siglo de haber incorporado la
dimensión histórico-hermenéutica al análisis social.
Pero para bien o para mal,
no es la cantidad de palabras las que hacen de un texto una narración,
sino sus vínculos de sentido. Del mismo modo y en la debida proporción, no es
la cantidad de información la que nos permite comprender los fenómenos
culturales, sino la capacidad de acceder a su dimensión significativa,
“confluencia de horizontes”, diría Gadamer. (1)
Incluso, la descomunal
información de que disponemos actualmente puede provocarnos el efecto
contrario: los árboles pueden impedirnos ver el bosque.
Las producciones culturales
tienen un carácter especular, en ellas buscamos la imagen reflejada de
nuestra identidad. En este fenómeno expresivo, el hombre pone en juego su ser y
su hacer.(2)
Por eso, la contemplación
de lo producido trae consigo el goce que implica el reconocimiento de lo que
somos; descubrir que estamos ahí, que estamos presentes.
Identidad y producciones
culturales requieren de una comprensión unitaria, pero a la vez
analógica. Esto quiere decir que la identidad no es una estructura previa
y determinada, sino que se muestra plásticamente en la propia producción
significativa de la existencia humana.
La cultura y la identidad no
pueden ser aprehendidas en el aislamiento estático de un
laboratorio o de una categoría, requieren siempre, para mostrarse, del
flujo dinámico. Si es reducida al contorno de un archivo, la cultura sólo
puede ser vista como cadáver discursivo.
2. La
comprensión cultural
La teoría de la cultura no
sólo encuentra dificultades para desligarse de generalizaciones o de
herencias universalistas-formales, sino que la propia estructuración de
la teoría tiende a identificarse con una suma de tratamientos
multidisciplinarios.(3) Tanto Tylor (4) desde la
antropología, como Cassirer 5 desde la filosofía, han destacado la
necesidad de un estudio propio sobre los fenómenos culturales, si
queremos alcanzar su cabal comprensión.
La cultura requiere de un
tratamiento que provenga de ella misma. La comprensión cultural ha de
darse desde dos coordenadas: una vertical, vivencial, comprensiva y
fenomenológica, que demanda la inmersión en el propio escenario de vida, sus
significaciones y condiciones visuales propias y que son la base de toda
precomprensión cultural (la aprehensión inherente de lo que somos); y otra
horizontal, que surge de la mediación de una reflexión antropológica, que
entiende la identidad a partir de la diferencia y que tiende a moverse en las
fronteras de lo “otro” para fundirse en las aguas de una experiencia
humana dialogante, abierta y extensiva. Así pues, la cultura requiere
siempre de la identidad y de la diferencia: no puedo saber de mí, si
no tengo consciencia de lo otro, pero no puedo saber del mundo si no lo
hago desde lo que soy.
La pregunta por la cultura
es una pregunta primeramente simbólica y significativa, y sólo
secundariamente veritativa. La cuestión de la verdad como demostración
apodíctica y universal es un evento tardío en el propio horizonte de la
cultura, es por eso que ella misma es refractaria a la contrastación (ya sea de
grado o de forma), pues la sola condición de su existencia es ya la
afirmación de su verdad.
Así las cosas, la cultura
como un todo dinámico, sin centro ni periferia, se desplaza en los
márgenes de una continua transformación y cuyo nacimiento no puede darse
en los cajones definicionales de la verdad contrastada. La cultura es una
experiencia siempre verdadera ipso facto, pero la obsesión por la verdad
puede con frecuencia excluir la vida culta.
En consecuencia, el análisis
cultural no puede partir de categorías universales, es menester de un
proceso de autor reconocimiento, a partir de la propia dimensión simbólica y
significativa. De otro modo, el análisis categorial se hace impotente
frente la comprensión semántica de la cultura, convirtiéndose en una mera
calificación discursiva, identificada únicamente con una designación ideológica.
Ahora bien, si el análisis
cultural exige un punto de partida vivencial, el reconocimiento de las
producciones culturales no depende de un modelo ejemplar previo. Son las
producciones las que permiten que nos reconozcamos en ellas.
Sólo por una herencia
positivista -particularmente en la concepción oficial de la cultura-, se
ha considerado necesario dar a ésta un punto de llegada, de “desarrollo”.
Por tal pretensión se concluye que no son las producciones culturales las
que marcan la ruta de nuestro devenir cultural, sino una designación
previa -y por ello arbitraria-, la que determina qué es una producción cultural
y qué sólo manifestación vital (popular o folklórica).
Pero si somos consistentes,
si las producciones culturales se mueven en las fronteras de la
indeterminación y la libertad, son sólo las producciones culturales
mismas y sus consecuentes desplazamientos culturales los que pueden
darnos la pauta para reconocernos en ellas o no.
El término “cultura”,
siendo un término análogo (sin olvidar que lo análogo es fundamentalmente
equívoco), tiene connotaciones que le vinculan con remanentes de tradición que
entrampan su definición en un aparente círculo vicioso. La sola
referencia, trae consigo una carga connotativa, una herencia que no se
resuelve con la sustancialización de la amalgama o del mestizaje. Cuando lo
enunciamos, lo hacemos irremediablemente desde la tradición y la identidad.
Así como sólo desde nuestro
hablar podemos reflexionar sobre el lenguaje, del mismo modo, únicamente desde
la tradición que nos inscribe podemos preguntar por la cultura.
Por eso, la tradición es
escritura. (6) Y ocurre así, como el relato inscrito, sin tener más
determinación que el trazo del devenir humano. Se inscribe en el espacio
y en el tiempo, sin tener otra dimensión que la del sentido, desafiando
nuestras estériles categorías del cambio y la permanencia. Más allá, está
nuestra obsesión por querer capturar el momento, porque la inscripción no
es la gramática perpetuada. Siempre hay algo que trasciende y que escapa
a la determinación, a la transparencia unívoca de la verdad.
En el trazo semántico de la
existencia humana, las palabras fluyen, los signos se acomodan en una
vinculación inherente de sentido, y allí, en su horizonte, se avizora la
contradicción: lo idéntico y lo otro, lo escrito y lo indescifrado, lo uno
y lo múltiple, lo que permanece y lo que cambia, lo vigente y lo caduco,
lo luminoso y lo oculto.
La tradición es lo
originario. Siempre nos remonta a los orígenes. Su transitar desborda todo
cauce y configuración determinada. No somos nosotros los que la escribimos,
sino ella la que asigna nuestro modo de ser en el devenir de su
narración. Por eso, la tradición tiene la inercia de la narrativa y la
vida, la literalidad de la poesía.
La tradición no es atavismo
ni cadena causal que determina nuestra identidad. Antes bien, tradición e
identidad se abren paso en el escenario de lo no dicho, en aquellas
playas con las que Foucault metaforiza la
experiencia humana y que muestran cómo siendo la playa, no es ya ni el mismo
mar ni las mismas arenas. (7) En la identidad confluyen todos los elementos
constitutivos de lo que somos: psíquicos, sociales, gnoseológicos, éticos,
políticos, estéticos y valoracionales. García Canclini lo expresa de una
bella manera: La identidad es una construcción que se relata. (8)